Algunos hablan de ella como si la conocieran; lo cierto es que jamás tuvieron la oportunidad de mediar palabra. Por alguna de las casualidades más bellas del universo yo tuve la suerte de conversar con ella. Sucedió en un café, cualquiera hubiese apostado que éramos dos viejas amigas que no compartían mesa desde hacía meses.
En un principio mi intención sólo se centraba en investigarla, en plantearle las preguntas que todas aquellas personas que contaban cosas (ciertas o no) sobre ella soñaban con plantearle. Resultó ser que ambas encontramos entre el humo del café caliente aquel día una amistad de la que las dos partes aprenderíamos (aunque aún no conocíamos cuánto).
Querréis conocer la cuestión por la cual ella era el centro de tantas conversaciones, el sujeto de tantas frases o la especulación principal de las tardes en terrazas con sillas de jardín, esas conversaciones en las que se oye un murmullo que no cesa hasta la hora de la cena. Todos ansiaban descifrar su secreto mejor guardado: cómo había llegado tan lejos. Probablemente no se pueda encontrar a alguien que haya intercambiado palabras con ella o haya escuchado lo que fuera sobre ella y no deseara saber su secreto. Era una persona que había llegado tan lejos que, a veces, las personas la miraban y sólo observaban un punto en la lejanía. Los niños, los que suelen ser más inocentes, la comparaban con todos esos coches que contemplaban al poco de despegar, cuando miran por la ventanilla del avión y gritan emocionados a sus padres “¡Mira, parecen hormigas!”.
El momento en el que tuve la suerte de conocerla, yo era una de esas personas que comparaba automóviles con hormiguitas. Se llamaba Carmen. Todo lo que me contaron de ella había provocado que mi cabeza creara una idea grandiosa: una señora señora (así decía yo por entonces), con su abrigo gordo y sus broches brillantes llamativos, con pintalabios rojo y el pelo ondulado a la perfección, de presencia potente y que llegaba a los sitios haciendo resonar sus tacones, que presume de grandes gafas de sol con montura de leopardo y envuelve su pelo en boinas.
Compartimos aquel café más o menos cuando mi adolescencia caducaba y Carmen andaba cercana a la crisis de los cuarenta. Mi idea preconcebida de ella se machacó en el mismo instante en el que la contemplé entrando en el local. Quedamos porque mi madre tenía su contacto (no sé qué hubiese hecho sin ella). No se parecía a esa señora señora que yo esperaba, no resonaban sus tacones ni tenía gafas de montura de leopardo. Francamente, no tengo otra palabra para definir su aspecto más que “normal”.
Llevaba zapatillas normales, de cordones y de suela plana, el pelo se le había encrespado y sus ondulaciones no eran perfectas, tampoco llevaba pintalabios y su abrigo podría utilizarlo para ir a clase mañana. Sin embargo, en cuanto la vi, supe que era ella, ésa era Carmen.
Nos sentamos, pedimos y me aventuré, arriesgando toda la tarde que me quedaba con ella por delante, planteándole la duda que a todos nos atacaba día y noche, cada vez que pensábamos en ella:
-¿Cómo has conseguido llegar donde estás?
Carmen puso una cara indescifrable. Se me congeló la sangre y mi corazón se saltó un latido. Pensé que se había acabado, que su próximo paso sería levantarse de allí, agarrar su abrigo y cerrar la puerta tras ella; pensé que jamás volvería a saber de su existencia.
Me sorprendí cuando su rostro se tornó dulce y lo invadió una sonrisa, la más sincera que había podido presenciar hasta ese momento (más adelante en el tiempo ella me regalaría más).
-¿Puedes creer que, en todos estos años, nadie me hizo esa pregunta? -Respondió, aún sonriendo- Sólo querían saber cuál es mi secreto. No suelen preguntar sobre cómo lo conseguí o qué hice. ¿Y sabes cómo lo conseguí?
Negué con la cabeza y la observé estupefacta. Allí, en ese momento, en ese café sin nada de especial que le propuse para vernos, en esa mesa y en esas sillas, a mí, a una persona cualquiera que pudiera encontrar por la calle, a mí... iba a desvelarme su secreto.
-Perseverancia.
Una palabra. Tan solo una palabra. Si soy sincera, esperaba algo tan épico como la idea grandiosa que tenía de ella. Sin embargo, apenas pronunció “perseverancia”. Nada más.
-¿Nunca te rindes? -pregunté.
Carmen se rió.
-Nunca no; a veces no tengo fuerzas para intentarlo de nuevo, flaqueo. Lo que hago entonces es darme tiempo para poder buscar un punto de apoyo, que puede ser una persona querida o incluso yo misma, entonces lo vuelvo a intentar.
Me quedé en silencio. Tampoco me esperaba que me insinuara que a veces era débil. Creía que Carmen era una superheroína de esas que no se agotan, no se me ocurrió pensar que pudiera fallar.
Seguimos hablando toda tarde. Ese día me enseñó que yo también podía hacer lo que ella hizo, bueno… yo o cualquiera. Porque somos fuertes, el problema que tenemos es que existe un escaso número de personas que comprende que ser fuerte no consiste en no tener debilidades sino en enfrentarse a ellas… pero no enfrentarse a ellas todos los días sino algunos.
Desde que lo aprendí, he estado perseverando y creciendo.
Carmen y yo nos hicimos amigas porque nos completábamos en ciertos aspectos: ella me mostró la perseverancia y aprendió de mí algo de imaginación, que por aquel entonces comentaba que le flojeaba. Recuerdo que equiparaba su “músculo imaginativo” (no sé cuál era, pero ella aseguraba tener uno) a los músculos del brazo que cuelgan y se menean cuando lleva una mucho tiempo sin hacer ejercicio.
El final de nuestra amistad llegó. No por ningún motivo en concreto que fuera culpa nuestra sino porque la vida tiene circunstancias que no resultan favorables cada ocasión. Que nadie se arriesgue a pensar que fuera la edad; veintialgo años de diferencia son muchas experiencias vividas en épocas distintas que nos aportaban tanto a una como a otra de diferentes maneras. El caso es que Carmen se vio obligada a mudarse lejos.
Sin embargo, el final de la historia será tan precioso como el final de nuestra amistad. Un bonito final... aunque perdiéramos el contacto largo periodo de tiempo: dentro de mi mente he creado un pequeño apartado con la etiqueta “Perseverancia” en el que guardo todo lo que ella me enseñó con todo el cariño que soy capaz de sentir. Confío en que ella guarde uno con la etiqueta “Imaginación”. Opino que no hay nada más precioso que cruzarte con la persona que te enseñe a vivir.