Érase una vez un guardián muy especial. Tan especial que guardaba miedos. Sí, habéis oído bien, miedos.
Llegar hasta él resultaba tan difícil que muchos se perdían en el camino: había que atravesar pasadizos que se asemejaban los unos a los otros, provocando que la gente se desorientara. Aún así, varias personas conseguían visitarle y le llevaban unos diminutos cofres en los que habitaban los miedos. Eran seres aún más pequeños que los cofres, amueblaban su interior y vivían en ellos. El guardián los custiodaba día y noche sin pegar ojo (tampoco dormía mucho del escándalo que armaban a veces ellos solos y él no necesitaba mucho sueño). De vez en cuando, los poseedores de los cofres aparecían por su casa, le pedían sus cajitas y charlaban con sus miedos.
Acostumbrado a la tranquilidad propia de sus estanterías donde, por mucho alboroto que causaran los miedos, no solían moverse demasiado, el guardián se despistó el día en el que más alterados estaban. No se dio cuenta cuando tras descansar la espalda en la pared, cerró un ojo, después el otro y su gran tesoro repleto de cofres empezó a temblar. Los miedos saltaban, revolucionados, pegaban brincos y hacían que la estructura se tambaleara. Cayó al suelo con un estrepitoso golpe pero el guardián lo vio tarde, se despertó sobresaltado abriendo los ojos como muelles y se asustó ante la visión de todas las cajitas abiertas de par, los pequeños muebles desperdigados por doquier y cientos de miles de diminutos seres correteando por allí.
Trotaban a tal velocidad que les costó apenas nada escabullirse de aquella sala y saltaban hasta tal punto que bricaron por los muros del laberinto y se escaparon al mismo mundo que las personas que allí los llevaron.
Esta historia sucedió hace mucho tiempo, cuando aún existían los guardianes de miedos. Ya no existen (desde este día, se trata de un escándalo tan tremendo que ya nadie volvió a confiar en ellos) pero antes las cosas eran diferentes.
Los miedos se escaparon, hablaron unos con otros entre ellos y cada uno de ellos huyó, topándose (inevitablemente) con personas. No siempre eran las mismas personas que les habían encerrado en sus cofres y, además, habían aprendido miedos de otros miedos que trasladaban a todas esas personas... Total, que se formó un verdadero caos.
El guardián, aturdido y apesadumbrado, se agachó a ver todos los cofres que hubo custodiado y se imaginó el enfurecimiento de aquellos que le confiaron su gran tesoro. Sujetó entre sus dedos un sofá lila que conocía de sobra: el sofá pertenecía a la caja de una niña que le visitó hace muchos años por primera vez y asiduamente desde entonces, trataba a todos sus miedos como amigos de los que aprendía cosas, les amuebló las "habitaciones". El guardián se acordó de ella, pensó que ya sería casi una mujer adulta y se sintió triste por haber liberado su miedo.
La niña (que ya no era una niña sino casi una adulta) en aquel momento experimentó un apretón en el estómago y un nudo en la garganta. Qué cosa tan extraña, pensó. Se asomó a su ventana y observó a todos aquellos diminutos seres, parecidos a los suyos, cruzando su jardín. No tardó en comprende qué sucedía.
Decidida y sin demora, se puso su chaqueta, salió a la calle y llamó a la puerta de la persona con la que necesitaba hablar en ese mismo instante.
-Tengo miedo de no quererte como tú me quieres a mí -le dijo en cuanto la tuvo frente a ella-. Tengo miedo de que no sepas lo mucho que te quiero... ¿Sabes cuánto te quiero?
-Sí, sí que lo sé.
Y su diminuto miedo que correteaba de arriba a abajo por algún lugar del mundo desapareció y tardaría mucho envolverlo a ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario