Jamás nadie consiguió entrar en su casa... mucho menos verla. No penséis que, por leer ésto, seréis los afortunados que lo consigáis (porque no será el caso). Tampoco debéis confudiros: no voy a hablar de su vida (tal vez porque la extensión del relato no sea la adecuada).
Os voy a contar la historia de una mujer que no aprendió de niña lo que era quedarse para sí las riquezas porque sólo le enseñaron a compartir. A medida que fue pasando el tiempo, compartía y daba.
Su maestra desapareció: los ciclos de vida no es que sean traicioneros sino que tienen sus propias reglas del juego y nada ni nadie puede alterarlas bajo ninguna condición, por mucho amor que pudiera haber de por medio.
Debido a los senderos que se entrecruzan en la existencia de una, se alejó de la maestra con una promesa que lanzó al aire: volver.
Cambió su domicilio. Pasó a albergarse en una casa en la que aún no faltaba de nada (estructuralmente hablando), así era en aquel momento. Ella nunca cedió en compartir y dar. Por ello mismo comenzaron a faltar las cosas de la casa.
El interior de la residencia transmutó. No hubo tornados ni tormentas. Simplemente fueron decisiones que no terminaron de cumplirse porque las reglas del juego establecían que no se terminarían.
Como mencioné al comienzo de la narración, ésta no se asemejará ni mucho menos a una intromisión en su espacio privado. Sólo pretendo aclararlo de nuevo.
Su casa no tenía fregadero. El papel de la pared que cubría el cemento del cacho de la esquina de la escalera que subía al piso superior se rasgó y no fue restaurado por lo que sólo contaba con un hueco grisáceo. Faltaban tantos picaportes de la planta superior que daba pereza ponerse a contarlos. En el salón, el sillón descolorido (no pudo ser respuesto) lindaba con las cañerías; algunas habían reventado y otras seguían compuestas hacia el final.
Los elementos que conformaban el hogar, a medida que fue pasando el tiempo, perdieron la conciencia de las limitaciones, ninguno respetaba el espacio vital del otro. Se invadían mutuamente. Ya fuera por mero desinterés, por la fuerza de la gravedad o porque así lo establecieron las reglas del juego.
Podrían contarse dos constantes en su casa: la mujer de poco movimiento y el pitido del teléfono. No lo solía descolgar mucho porque el tiempo que transcurría entre que empezara a sonar y que su mano alcanzara cualquier botón era extremadamente escaso. Dio tanto que conservó poco para sí, para cuando ella, en esencia, lo necesitara.
De entre lo más valioso que ella guardó jamás se cuenta a las personas. Curiosamente, las más cercanas a ella resultaron las que más valor tenían, muy a pesar de no haber llegado a tiempo. Pero una vez más, las reglas, el juego, impidieron que los tesoros se presentaran en el instante conveniente.
Injustamente desapareció su casa y su promesa quedó en el aire no porque ella lo quisiera sino porque le fue absolutamente imposible (o fruto de falta de implicación) redactar y firmar sus propias reglas para el juego de su vida.
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