23 de enero de 2019

No se pueden dar consejos desde el brazo del sofá

Dedicado a Chris Pristeley, tus cuentos siempre me han abrazado.

Todos admiraban al rey por ser un buen gobernador, justo y benévolo.
Guiaba a sus guerreros con gran decisión, protegía a su pueblo de las maldades, se portaba bien con aquellos que eran buenos y, de vez en cuando, se ausentaba unos días dejando a su cargo personas de confianza que le representaban y no manchaban su nombre.
Su mayor defecto, invisible para el pueblo, era su enorme y desbocada curiosidad. Le habían hablado de un riachuelo que cruzaba las montañas heladas con flores a los lados, de rocas por las que escalar y deslizarse, de grandes secretos revelados unos a voz en grito a medianoche, otros entre susurros acogedores. Le habían hablado tantos forasteros de tantos sueños que el rey desaparecía varios días en busca de todo lo prometido con centelleos de esperanza en sus ojos pero volvía cada vez más agotado y sin aquel brillo en las pupilas.
A su mayor confidente le reconoció un día:
-Me siento como un ciego dando palos, a veces al aire y otras veces con un muro.
Se sentaba en su trono y no tardaba en despedirse hasta la siguiente jornada (o cuando fuera que volviera), en busca de una nueva aventura, él sólo, cruzando los bosques.
Cuentan que, en una de aquellas escapadas, el rey se topó a la caída del sol con una muchacha de pelo azabache y labios rojos como las manzanas en cuya mano, un objeto resplandeciente reflejaba los rayos de la luna.
Su búsqueda había dado sus frutos: ¡al fin encontraba algo que mereciera la pena por todos sus viajes!
Las palabras que se dijeron no son éstas con certeza pero podrían sonar algo así:
-Joven rey, tengo un regalo para ti.
-¿Es eso que escondes en tu mano?
-Son amuletos de la suerte, para ti y tu acompañante. Aquella persona que elijas te acompañará en cada una de tus aventuras y, si no os los quitáis, garantizo que encontraréis todo lo relatado por los forateros.
-¿Y por qué he de fiarme de una desconocida?
La mujer abrió su puño cerrado y permitió que el muchacho observara sus regalos con sus propios ojos y comprobara algo que sólo se ve, que, aunque se pronuncie en voz alta, no se cree si no se comprueba por la vista: dos broches... dos broches mágicos.
-Dejarás de apalear el aire y los muros con ésto -se sorprendió cuando la escuchó repetir sus palabras.
-¿Y por qué he de fiarme de una desconocida? -repitió- ¿Qué motivo tienes para darme un regalo tan especial? ¿Qué beneficio sacas tú?
La mujer le observó, le miró a los ojos tan profundamente que se asomó a lo más profundo de su alma.
-El buscador no siempre encuentra pero... tú eres un buscador que ha encontrado por fin lo que tanto anhelaba: algo especial. No estoy aquí para pedir nada a cambio, sólo he venido porque hacía tiempo que esperabas hallarme, aunque no lo supieras, ¡alégrate de encontrarme!
El rey quedó boquiabierto. Realmente aquella mujer no quería nada.
Cuentan que el rey extendió su mano y cogió los broches. Las lenguas comentan que uno era una espada de oro y el otro, una bonita flor con hojas doradas. Al parecer, él se colocó la espada y tardó poco en encontrar a quien regalarle la flor, ambos vivieron extraordinarias aventuras (algunos creen que alcanzaron el fin del mundo), como prometió la desconocida. Cuando el rey y su acompañante murieron, los broches comenzaron a circular por el mundo, dando vueltas entre manos de aquí y de allá. A día de hoy se buscan los broches a muy alto precio por quienes conocen su historia y son conscientes de su gran poder.

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