3 de marzo de 2018

Rogus y yo


Rogelio Bermúdez es mundialmente conocido como “El maravilloso Rogus”. Nadie del circo puede explicarse cómo sucedió tal tragedia. Estaba en plena forma, a sus setentainueve años, tras trabajar en el circo durante cincuenta y recibir varios premios como payaso, ¿cómo es posible que haya muerto, así, de sopetón?
Probablemente, nadie llegue a saberlo nunca… salvo yo. He oído que su esposa y sus hijos se juntan para ir a la capilla, está claro que le tenían mucho cariño.
A mí, desde el principio, no me cayó nada bien. Recuerdo que estaba limpiando jaulas de animales cuando descubrieron su talento para la comedia. Desde aquel momento, ya le empecé a guardar rencor.
Hace unos días me dijeron que yo formaría parte de un gran número que iba a hacer “El maravilloso Rogus”.
Salté, recibí golpes, los devolví…
Cuando salí a la pista, ni siquiera el pobre payaso se lo esperaba. Realizamos el espectáculo juntos, aunque él parecía mandar sobre mí realmente era yo quien le controlaba, pero Rogus no se daba cuenta, yo le manejaba sobre la pista, calculaba sus pasos y movimientos, aprovechaba para observarle y conocerle algo mejor. El público aplaudía enloquecido, pero veía en los ojos de la gente de las primeras filas que nos temían, a él y a mí.
Pensaba “Disfruta de nuestro momento de gloria juntos, disfruta”.
Recuerdo que cuando terminó el espectáculo, él me trató como a un objeto más, usado para darle buena fama, para dar risa, para exhibirse.
No pude evitar recordar cuando, hace cincuenta años, me dejó en evidencia, volvió a utilizarme para triunfar y hacer gracia, como si yo no valiera nada, como si no tuviera sentimientos. Esa misma noche, antes de cerrar el circo, yo ya tenía todo planeado. Había estado mirando la cerradura de lo que la gente de por allí consideraban que era mi casa, había averiguado cómo poder abrirla.
Con cuidado y silenciosamente, abrí la puerta. Desde la sombra, observé a Rogus preparándose para cerrar, esperé a que estuviéramos completamente solos y me lancé sobre él.
Mi intención no era más que hacerle un pequeño rasguño o una herida, pero que se pudiera curar. Se me fue la zarpa, perdí el control de mi cuerpo, de mis colmillos, y, sin querer, le maté.
Solamente quería vengarme. A un león no se le puede tratar como a un objeto al que puedes domar a base de latigazos o del que puedes aprovecharte libremente para que te dé la fama. No, un león es un amigo, un acompañante, una ayuda de vez en cuando.
El día en el que le “descubrieron”, limpiaba mi jaula y me estaba utilizando como objeto de burla; yo era sólo un cachorrillo pero lo recuerdo perfectamente. “Me cargué”, como dicen algunos, al payaso que peor me ha tratado nunca y hui del circo. Mis intenciones no eran esas, de verdad.
Pero lo hecho, hecho está. Y nadie sabrá que un león tan viejo como yo, al borde de la muerte, mató al famoso Rogus.

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