13 de octubre de 2017

Destrucción.

Deben ser destrozadas.
Deben arder, desaparecer y ser olvidadas para siempre.
Nadie sabrá de qué hablo pero os contaré la historia desde el principio.
A partir de un día inconcreto había un libro. Estaba en blanco porque estaba sin estrenar.
Cogió polvo varios meses seguidos en la estantería de una escritora que realmente aún no era una escritora. Tampoco lo fue cuando el libro fue despojado del plástico protector y sus páginas fueron arañadas por bolígrafos de tinta líquida, Bic azules y lápices sin punta.
No albergó ni una sola línea sobre sus pesadillas, de esas que se materializan cuando duerme, no. Todo lo que allí había era real, sucedió aunque no existiera ninguna persona que recuerde exactamente el día en el algo de ello ocurrió.
Entre todas esas páginas murieron personas, pero sólo entre esas páginas, y muchas otras personas nacieron (aún no tienen una lápida tallada en una cuartilla).
La escritora decidió que no sólo aquellas personas merecían desaparecer sino que también sus folios.
El libro aún no conoce la fecha de su pena de muerte. Llegará, no se sabe cuándo. Y cuando llegue, todas las personas cuyos nombres hayan sido escritos (o no, porque entre las tapas oscuras del objeto nunca jamás se encontró un solo nombre, ni en mayúsculas ni en minúsculas) desaparecerán.
Deben ser destrozadas.
La villana nunca será buena porque el final de las perdices no se relató.
Deben ser destruidas.
El olor de los labios nunca desaparecerá porque el final sin el olor no se relató.
Deben ser destrozadas.
El café frío por la mañana no enamoró a nadie porque el final en el que el café se enfría nunca se relató.
Deben ser destridas.
Las flores no terminaron de marchitarse porque el final de las flores sin vida nunca se relató.
Deben ser destrozadas.

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