Era mi cafetería preferida de todo Madrid, en una esquina, en una calle escondida, calentita en invierno y fresquita en verano.
Las mesas parecían sacadas de otar época y daba la sensación de que las lámparas estaban más lejos de lo que en realidad estaban, pegadas a nuestras cabezas.
Cuando el camarero me vio, me puso lo de siempre: un café con cacao y un donut con chocolate por en cima.
Lo cogí, le pagué y me senté en mi mesa favorita, pegada a la ventana. Las vistas no son realmente buenas, pero para mí sí y eso es lo que cuenta.
Abrí mi mochila y saqué mi libro de Bécquer favorito (ya muy desgastado) y me centré en sus rimas durante unos segundos, ya que fui distraída por el sonido de la silla que se hallaba frente a mí al desplazarse.
Y el mismo chico, alto y castaño, se sentó, con un café y un corissant.
-¿Te importa? -sólo negué y seguí leyendo mientras bebía mi café.
Él dejó el suyo y sacó de su mochila un libro igual que el mío, solo que mucho más nuevo.
-¿Cuántas cafeterías habrá visitado? -me preguntó, señalando mi ejemplar envejecido.
-Unas cuantas -respondí.
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